Noviembre es el mes que la Santa Madre Iglesia dedica a Todos los Fieles Difuntos y que, precisamente, por ello se abre con la Solemnidad de Todos los Santos que ayer celebramos. En la Parroquia aplicaremos la Santa Misa por todos los fallecidos, conocidos y desconocidos, familiares y amigos, recientes o llamados por el Padre Eterno hace siglos... Nuestra Patrona, María Santísima de Gracia Coronada, se ha vestido de luto, pero no es éste un mes de amargura, sino de Esperanza en la Gloria a la que hemos sido llamados.
Después de la fiesta de
Todos los Santos, la Conmemoración de los Fieles Difuntos. Después de
alegrarnos con los "que siguen
al Cordero", nuestro pensamiento acompaña a "los que nos
precedieron en la señal de la fe y duermen él sueño de la paz".
Pensamiento melancólico, no tanto por la muerte cuanto por la
inseguridad: ¿están ya en la patria, han de purificarse todavía?
De esta forma el mes de
noviembre es un mes eclesial. Las tres iglesias, la del cielo, la del
purgatorio y la de la tierra, se unen y compenetran. Esta compenetración
la tenemos cada día en la santa misa. Al llegar el canon la Iglesia
terrestre se apiña alrededor del celebrante: el Papa, el obispo, el Jefe
del Estado, todos los católicos y ortodoxos, después todos los
circunstantes, cuya devoción y fe conoce el Señor...
Pero además convocamos y
entramos en comunicación con la Iglesia del cielo: la gloriosa Virgen
María, los santos apóstoles Pedro y Pablo y todos los santos. Y no falta
el recuerdo piadoso para los fieles difuntos "para que a ellos y a
todos los que descansan en Cristo les conceda el Señor por nuestros
ruegos el lugar del refrigerio, de la luz y de la paz". Sí, cada
misa es una inmensa asamblea, de proporciones tales que trasciende el
tiempo y el espacio.
Esa verdad nos la hace
más viva la liturgia del mes de noviembre, recalcando un aspecto eclesial
bien interesante, que es su finalidad escatológica. La Iglesia de la
tierra se compone de caminantes, de "viatores". Somos un pueblo
en marcha, como los israelitas en el desierto. Toda la tipología del
Éxodo: sacrificio del cordero pascual y liberación de Egipto, tránsito
del Mar Rojo, columna de fuego, maná, etc., tiene su realización en los
sacramentos, signos sensibles que producen la gracia que representan,
sobre todo los dos grandes sacramentos pascuales: Bautismo y Eucaristía.
Pero como la peregrinación del desierto, aunque duró cuarenta años, al
fin terminó con el ingreso de los hebreos en la tierra prometida, dando
paso lo transitorio a lo estable, así los sacramentos, que son también
"signos del futuro", desaparecerán cuando lleguemos a la
patria, que es el cielo, porque los pétalos de la flor caen cuando ya ha
madurado el fruto.
El 1 y el 2 de noviembre
nuestro pensamiento se remonta hacia la eternidad, al recuerdo de los
santos y de los difuntos; y todavía el 9 y el 18 del mismo mes la
liturgia vuelve a insistir en tales ideas con motivo de la dedicación de
las iglesias principales de Roma. El mismo templo material es un símbolo
de la Iglesia eternal, y los cristianos nos sentimos transportados a la
"ciudad santa de Jerusalén",
donde no hay llanto, ni clamor, ni gemido, porque todo eso son cosas ya
pasadas.
Noviembre, mes de los
difuntos, de las hojas caídas, de los
días cortos y del invierno en puertas, tiene para la gente un carácter
funerario. Para nosotros debe tener un aspecto pascual y luminoso, el
mismo que llena de resplandores a la muerte cristiana.
Sin querer se nos ha
metido una mentalidad pagana al hablar de la muerte. Miramos sólo un
aspecto terrorífico y macabro, la corrupción del sepulcro, el abandono
de todos, la soledad de la tumba. Resaltamos la parte negativa, el
"somos polvo y ceniza del pagano Horacio, hasta el punto de que el
propio cardenal Portocarrero pensase que el mejor epitafio para su lápida
fuese esta frase, que, bien medida, no sería del todo ortodoxa: Hic
iacet, pulvis, cinis et nihil: "Aquí yace polvo, ceniza y
nada".
A las concepciones
paganas del Renacimiento se unió el espíritu morboso del romanticismo y
la poca imaginación de los agentes de pompas fúnebres y entre todos han
llenado los cementerios, cuando no las iglesias, de calaveras y tibias
entrelazadas, esqueletos con guadañas, cítaras y columnas rotas...
Esa iconografía es
ridícula, y tiene muy poco de cristiana; podrá admitirse para los
animales, cuya alma es caduca y sus cuerpos no esperan la resurrección,
pero nunca para los fieles que viven anclados en el artículo del credo
que
dice: "Espero la resurrección de los muertos".
El cristiano "no se
muere", en sentido pasivo, y con su muerte, acaba todo, sino que
"muere", es decir, entrega su alma al Creador". Morir es
para el fiel un acto humano, el más sublime y trascendental de todos, que
a ser posible debe hacerse en plena conciencia.
La Iglesia tiene un rito
para que mueran los cristianos, como tiene un rito para el bautismo, para
la celebración de la misa, para la ordenación de los sacerdotes y para
que contraigan matrimonio los esposos.
Toda la liturgia de la
muerte tiende a dar al moribundo una parte activa: profesa su fe en el
rito emocionante que nos ha conservado el "Manual Toledano" para
antes de recibir el viático; ofrece sus sentidos para la unción, recibe
la sagrada Eucaristía como viático o provisión para el viaje a la
eternidad; coge con sus dedos el cirio encendido, símbolo de la luz de la
fe que se le entregó al ser bautizado; besa el crucifijo, contesta a las
oraciones y cierra su vida pronunciando por tres veces el nombre de
Jesús. .
En los mismos ritos de la
mortaja, de la vela funeraria, del oficio de difuntos, de la misa de
cuerpo presente, de la conducción a la sepultura y del enterramiento, el
difunto sigue siendo el personaje central de la acción litúrgica; se le
inciensa, se le rocía de agua bendita, se le nombra expresamente en las
oraciones, se le alumbra con cirios, se le transporta
procesionalmente...
Toda la celebración
funeraria tiene un sentido comunitario. En ella actúa el párroco o su
representante en nombre de la comunidad parroquial y miembros de la misma
acompañan a los familiares en Aquel trance de dolor. Es una
idea falsa y burguesa querer apartar al sacerdote de la
cabecera del moribundo, con pretexto de respetar la intimidad del paciente
y la de sus deudos. Es la Iglesia quien se
hace presente en circunstancias tan destacadas para acompañar
con sus piadosas oraciones el tránsito del fiel del
tiempo a la eternidad
Toda la liturgia de la
defunción tiene un color bautismal, que quiere decir tanto como pascual.
La profesión de fe, que entre nosotros suele renovarse al tiempo del
viático, recuerda las interrogaciones que preceden al bautismo. La
entrega de un cirio encendido, el lavado del cadáver, la mortaja con un
hábito religioso, aun en los seglares, o por lo menos con un vestido
digno y como de etiqueta... evocan muchas ceremonias del rito bautismal.
Según San Pablo en su
carta a los Romanos el bautismo es un morir con Cristo para resucitar con
Cristo. Por eso el bautismo es el gran sacramento pascual, que
primitivamente sólo se administraba en la noche de Pascua. Consepultados
con Cristo (anegados en el agua bautismal, muertos al pecado),
conresucitados con Él (naciendo por el bautismo a la vida de la gracia,
como Cristo salió triunfante del sepulcro).
Ahora bien, la muerte,
que es sólo un símbolo en el bautismo, se hace realidad en el lecho
mortuorio. Entonces morimos de verdad para resucitar de verdad a la vida
del cielo, de la que la gracia santificante, que se nos dió en la aguas
bautismales, era como una semilla.
Por eso la Iglesia llama dies
natalis, día del nacimiento, a aquel en que sus santos murieron.
Auténticamente la muerte es una vivificación, en modo alguno un
esqueleto con guadaña.
De ahí el carácter de
"celebración pascual" que le da la liturgia. En las letanías
de la recomendación del alma, se evocan las grandes figuras del Antiguo
Testamento que son figuras de Cristo resucitado, tales como Noé, liberado
del diluvio; Moisés, libertado de Faraón; Isaac, de las manos de su
padre Abraham; David, de Goliat; Daniel, de los leones; los tres niños,
del horno de Babilonia.
El fiel ve entonces que
su alma, sometida a las tentaciones y vaivenes de este mundo, va a pasar,
ya libertada, a colocarse bajo la tutela del Buen Pastor. Muchos de los salmos
del oficio de difuntos, sobre todo los de las vísperas, cantarán este
"tránsito" o paso (pascua quiere decir paso),
pues son del grupo de los llamados "graduales".
Otro dato consolador que
nos revela la liturgia de los agonizantes es que el cristiano no muere
solo, sino que muere con Cristo. El acto por el cual se acaba su vida
terrena coincide con el momento en que entra en la vida definitiva con
Cristo, como oveja que es llevada al redil de la gloria. Así
representaron con frecuencia los primitivos cristianos a las almas de sus
difuntos, sobre los hombros del Buen Pastor.
El sacerdote o una
persona capaz lee al moribundo la pasión según San Juan, no tanto para
confortarle cuanto para asociarle y configurarle con la muerte el Señor.
Nótese la frase tan antigua y tan cristiana de "morir en el
Señor", que ya San Juan recoge en su Apocalipsis: "Dichosos los
difuntos que mueren en el Señor" (Apoc. 14.13).
Cuando el moribundo,
ayudado de sus familiares que se lo presentan, besa repetidamente el
crucifijo, pronunciando si puede el nombre de Jesús o haciéndolo por él
los asistentes, más que encomendarse a los méritos de su Redentor lo que
hace es configurarse con su Salvador que murió por él, rescatándole del
pecado y de la muerte eterna. Ahora besando el crucifijo la muerte del
cristiano se anega en la de Cristo y el Padre celestial acogerá con
piedad aquella alma, que en el bautismo recibió el sello de cristiana y
definitivamente, por la muerte, quedará agregada a su Señor.
Prosiguiendo todavía
diremos que el cristiano no muere solo, porque muere con Cristo, sino
además muera acompañado, asistido y conducido por su madre la santa
Iglesia.
Esta le ha dado todos los
sacramentos, le ha fortalecido con el "socorro del viaje" que es
el viático; le ha restaurado con la santa unción, borrando de su alma
las reliquias del pecado, le ha perdonado todas las culpas y reatos con la
indulgencia plenaria otorgada en nombre del Sumo Pontífice y además, en
aquel instante supremo, le encomienda y entrega oficialmente a la otra
Iglesia, a la del cielo.
Es
fuertemente impresionante el acto de la entrega de la Iglesia militante
ala triunfante, que se formula en los textos de la "recomendación
del alma".
Antes de efectuar esta
entrega la Iglesia reza la "letanía de
los santos". Tales letanías sólo se rezan en los instantes de
suprema necesidad, cuando la situación requiere invocar el poder
intercesor de todos los santos, a los que en este caso se hace además
testigos y valedores.
Entonces la Iglesia de la
tierra ordena al alma que abandone este mundo: "Sal, alma cristiana,
de este mundo en nombre de Dios, Padre omnipotente, que te crió: en
nombre de Jesucristo, que te redimió, etc."
Después se realiza
solemnemente la entrega:
"Te encomiendo (o
entrego), hermano carísimo, a Dios omnipotente... Cuando tu alma se
separe del cuerpo, sálganle al encuentro las espléndidas jerarquías de
los ángeles, venga a encontrarte el senado de los apóstoles.. Benigno y
placentero se te manifieste el rostro de Jesucristo..."
Y en el instante mismo de
expirar se canta o reza el Subvenite "Bajad, santos de Dios: salid a
su paso, ángeles del Señor, para recoger su alma y presentarla en la
presencia del Altísimo".
Más que una deprecación
o recomendación en que se implora piedad, tenemos un "acto
jurídico", en que la Iglesia temporal, que engendró a aquella alma
por el bautismo, la alimentó con los sacramentos y la fortaleció con los
demás auxilios, la entrega ahora solemnemente a la Iglesia eterna. El
sarmiento que la muerte corta de la cepa terrestre- es trasplantado, por
mano de la Iglesia, a la viña de la gloria para que dé frutos de vida
eterna.
Esto puede hacerlo la
Iglesia porque cuenta con la inmensidad de los méritos de Cristo y de sus
Santos, de cuyo inagotable tesoro se aprovecha para perdonar al moribundo
con la bendición papal y hacerle participar de los frutos de vida que sus
obras no podrían alcanzar.
Porque el difunto murió
"con el sello de la fe", según se dice en el canon de la misa,
es cosa sagrada y la Iglesia concede un cierto culto a su cadáver. Aquel
cuerpo fue templo del Espíritu Santo y además algún día gozará de la
resurrección. Por eso, los lugares en que se entierran los fieles se
llaman "cementerios", palabra inventada por los cristianos y
vale tanto como dormitorios, donde sus cuerpos reposan hasta que
despiertan el gran día de la resurrección.
Gran parte de los ritos
funerarios son sugeridos por esta creencia. El lavado y perfumado del
cadáver, el vestido de que se le cubre, las honras que la Iglesia le
tributa tienen explicación por
tratarse de una cosa santa, que oportunamente merecerá gozar de la gloria
eterna.
Necesitamos afianzarnos
en la virtud teologal de la esperanza sobre todo ahora en que nos rodea un
clima de angustia. La muerte aterra a muchos porque interiormente tiene
una mentalidad pagana.
La muerte no es una
"pérdida irreparable", el cementerio no es la "última
morada'. San Pablo decía a los fieles de Tesalónica: "No os
entristezcáis, como los demás que no tienen esperanza. Pues si creemos
que Jesús mueió y resucitó, también Dios, a los que murieron por Jesús,
los llevará con Él... Consolaos, pues, con tales pensamientos" (1
Thess. 4,12-13.17).
Mas queda siempre la
inseguridad del más allá, el querer comprender la "vida del siglo
futuro".
"A Dios no le-ha
visto nadie -declara, rotundamente San Juan-, solamente el Unigénito de
Dios nos ha hecho conocer lo que conoció en el seno del Padre" (lo.
1,18). Lo mismo nos ocurre con el mundo de ultratumba; pero la Sagrada
Escritura, la liturgia y los símbolos del primitivo cristianismo pueden
hacernos entrever lo que será el objeto de la esperanza cristiana, que es
el cielo.
En el día de los Fieles
Difuntos, más que perder el tiempo en descripciones tremendistas de la
muerte, hemos de consolarnos con lo que la muerte representa para los cristianos,
el tránsito de la vida terrena a la celestial, del tiempo caduco a la
eternidad bienaventurada.
A través de un posible
purgatorio, es cierto, pero con un fin seguro en Dios, en la gloria del
Padre.
El purgatorio es el dogma
de la misericordia divina. Isaías vio que llamas de fuego envolvían el
trono del Altísimo. Para llegar a la presencia de Dios hay que ir puro y
sin reliquias de pecado. Conocido es el episodio que narra el libro
segundo de los Macabeos, donde se mencionan las oraciones hechas en favor
de los soldados difuntos, bajo cuyas túnicas fueron hallados objetos
idolátricos. Todos sus compañeros "puestos a orar rogaron al Señor
que diese al olvido el delito que acababan de cometer" y Judas
Macabeo hizo una colecta de doce mil dracmas que envió al Templo de
Jerusalén para ofrecer un sacrificio expiatorio por los pecados de los
caídos en el campo de batalla, "porque tenía ideas buenas y
religiosas respecto de la resurrección" (2 Mach. 12,39-46).
Que la Iglesia primitiva
rezaba por los muertos consta pon la
tradición tan bellamente recogida por San Agustín en el libro de las Confesiones
(c.9) al hablarnos de la muerte y sepultura de su madre Santa Mónica.
Era costumbre ofrecer por los fallecidos el sacrificium pretii nostri,
"el sacrificio de nuestra redención", o como se le llama en
otra parte, sacrificium pro dormitione, "sacrificio por los que
durmieron". La memoria o recuerdo de los difuntos en la santa misa es
común a todas las liturgias desde el siglo III. Además de las misas
dichas por ellos, siempre se les recordaba en la gran plegaria
posconsecratoria, mencionándolos en los dísticos. Estando presente
entonces Cristo sobre el altar en estado de víctima "representa para
ellos un gran alivio y ayuda la oración que se hace durante aquel santo y
tremendo sacrificio" (San Cirilo de Jerusalén).
La antigüedad cristiana
había visto de primera intención en la muerte del cristiano el aspecto
pascual y festivo del tránsito, del paso al seno de Dios, como un reflejo
de las palabras tan dulces de San Juan: "Allí siempre estaremos con
el Señor". En los formularios antiguos hay una, paz, que no se turba
por nada. Los que han muerto en el seno de la Iglesia católica
"están en el Señor".
Pero la Edad Media
comenzó a pensar en el riesgo del juicio, en el instante en que el alma
comparece ante el tribunal divino para ser juzgada. Y esta patética
situación se refleja en los textos litúrgicos, tales cómo el Absolve
Domine, en el Libera me Domine, y sobre todo en el Dies Irae.
Este último, el más dramático de todos, alterna las estrofas llenas de
cárdenos resplandores con los versos que son preces dulcísimas.
Tú
que a María absolviste
y al ladrón oíste,
también a mí esperanza diste.
y al ladrón oíste,
también a mí esperanza diste.
Sin embargo, el Dies Irae
no fue en su origen una pieza funeraria, sino una secuencia para el primer
domingo de Adviento, en que la liturgia conmemora el juicio final. La
acomodación, no demasiado feliz, de las dos últimas estrofas la hizo
servir para la misa de difuntos.
Conviene no olvidar en
todo caso el carácter contenido y lleno de moderación de la liturgia aun
en aquellos textos, como el ofertorio de la misa de difuntos, tan repletos
de conceptos, en contraste con la exageración en que fácilmente caen los
autores piadosos al hablar del purgatorio.
El concilio Tridentino,
en la sesión XXV (Denz. 983), definió la existencia del purgatorio
"y que las almas allí detenidas podían ser auxiliadas con los
sufragios de los fieles, en especial con el aceptable sacrificio del
altar".
El santo sínodo quería
que se predicase a los fieles la auténtica doctrina sobre el purgatorio,
pero sin descender a cuestiones difíciles, que no favorecen a la piedad
popular. Precisamente lo contrario que han hecho muchos . "meses de
ánimas" y libros equivalentes, basados en revelaciones particulares
a menudo ridículas, absurdas o caprichosas.
Nuestra mentalidad pide
otra cosa. ¡Cuánto mejor alimentarnos de la Escritura y de la liturgia!
Cuando la muerte de Santa
Mónica, una vez que pudieron hacer acallar en su llanto al niño Adeodato,
Evodio tomó el libro de los Salmos y comenzó a recitar el salmo 100, al
que todos los de la casa coreaban respondiendo: "Tu misericordia y tu
juicio cantaré".
En la Sagrada Escritura,
en los Salmos, base de todo rezo, hemos de encontrar los cristianos
actuales las fórmulas para orar por nuestros difuntos, y en los textos
bíblico-litúrgicos las bellas metáforas que nos hagan presentir el
premio que Dios reserva a sus fieles.
Una como cadena de
bellísimas imágenes nos describen las antífonas Subvenite e
In paradisum. Hoy, día de los difuntos, deben ayudarnos a presentir
la felicidad de que gozan los que nos precedieron en el signo de la fe. Helas
aquí numeradas:
El paraíso.
La ciudad santa de Jerusalén.
El cortejo de los ángeles y los santos.
El seno de Abraham.
El descanso eterno.
La luz eterna.
La paz.
El refrigerio.
La imagen del
"paraíso" aparece en el Génesis y en el Apocalipsis, en el
primero y en el último de los libros de la Biblia.
El paraíso es un jardín
oriental, un edén, un huerto de delicias, regado con aguas abundantes,
lleno de vegetacion y frutos, en contraste con el desierto de los alrededores.
El paraíso, en una posterior
concepción bíblica es la morada de Dios, el asiento de la sabiduría.
Adán hablaba con Yahvé a la brisa
del atardecer, como un amigo habla con un amigo. Así el paraíso es un
concepto rico de felicidad, con todo lo que el hombre puede apetecer junto
con la posesión de Dios. Cuando el buen ladrón pide a Cristo que se
acuerde de él, Jesús le dice: "Hoy estarás conmigo en el
paraíso", como resumiendo la dicha suma.
En el primitivo paraíso,
perdido por el pecado de los primeros padres, un ángel con espada de
fuego impedía al hombre la vuelta a él: mas los ángeles conducen al
alma del difunto al nuevo paraíso, según la liturgia.
"Jerusalén" es
la ciudad santa, llena de la presencia de Dios, en cuyo templo se complace
en recibir culto; la ciudad que encendía de gozo a los israelitas, como
canta el salmo 121.
Mejor todavía que
aquella Jerusalén, tan capaz de hacer la felicidad del piadoso israelita,
es la nueva Jerusalén que San Juan vio ataviada como novia, la ciudad que
ya no necesita de templo, porque será iluminada con la gloria de Dios.
Esta Jerusalén es la
"patria del paraíso", como se dice en una oración funeraria,
hacia la que todos caminamos, dado que somos peregrinos y forasteros,
según explica San Pablo.
La liturgia menciona él
"cortejo de los ángeles y los santos". La felicidad propia se
acrece con la grata compañía de tan altos personajes que hacen cortejo
honroso al alma que se salva.
En la parábola del rico
epulón encontramos a Lázaro en el seno de Abraham. Esto nos hace ver
otro aspecto de la felicidad eterna, la intimidad afectuosa con el más
grande de los patriarcas y padre de los creyentes. Intimidad que podemos
transportarla al mismo Dios, a la manera como San Juan en la última cena
se recostó en el seno de Cristo.
Después de un trabajo
fatigante el simple descanso es una gran dicha. A nuestros difuntos les
deseamos el "descanso eterno", sin la vuelta a los trabajos de
la tierra. Descanso que no debe concebirse como un aburrimiento, sino como
el ocio fecundo en la gloria del Padre. Bien pudo decir San Juan:
"Bienaventurados los que mueren en el Señor, pues descansarán de
todos sus afanes y trabajos" (Apoc. 1 4,16) .
"Dios es luz, y en
sí no existen tinieblas", dice San Juan; por eso deseamos a nuestros
difuntos "la luz eterna", la claridad inextinguible en el foco
divino, para "ver la luz en su luz", como dice el salmo. Porque
los cristianos hemos sido transportados de las tinieblas (pecados) a la
luz (región de la gloria).
"Lucha es la vida
del hombre sobre la tierra", decía Job. Milicia, intranquilidad,
desasosiego. La bienaventuranza será la "paz", el reino de la
paz, el sueño de la paz .. Metáforas todas para expresar el sosiego
bonancible del paraíso.
Por último, los textos
litúrgicos hablan del "refrigerio", tan apetecido de quienes
viven en países abrasados, como era la región donde se difundió el
primitivo cristianismo. El lugar del "refrigerio, de la luz y de la
paz" se dice, resumiendo los gozos inefables del cielo, en el memento
de los difuntos.
Para acelerar tales
bienes a los que pudieran estar detenidos en el purgatorio nació la
piadosa idea de la "conmemoración de los fieles difuntos". San
Odilón, abad de Cluny, determinó ,hacia el año 1000 que en todos sus
monasterios, dado que el día 1 de noviembre se celebraba la fiesta de
Todos los Santos, el día 2 se tuviera un recuerdo de todos los difuntos.
De los monasterios cluniacenses la idea se fue extendiendo poco a poco a
la Iglesia universal.
Las tres misas nacieron
en España. En el convento de los dominicos de Valencia, los religiosos no
podían satisfacer a todos los encargos de misas que recibían para el 2
de noviembre. Entonces tomaron la costumbre de que cada religioso
celebrase dos o tres. El ordinario toleró dicha práctica, que
posteriormente extendió a España y Portugal, y en 1748 fue sancionada
por Benedicto XIV. La costumbre española pasó a la Iglesia universal por
concesión de Benedicto XV en 1915, quien ya venía preparado para la
misma desde su estancia en la Nunciatura de Madrid. Teniendo en cuenta los
muertos de la Gran Guerra y las desamortizaciones del siglo XIX, que
habían aventado los fondos de las fundaciones de misas por los difuntos,
con lo cual no se levantaban las cargas de tan piadosos legados, el Papa
concedió que cada sacerdote pudiera celebrar tres misas, la primera a su
particular intención, la segunda según la mente del Papa, y la tercera
por las ánimas benditas. De esta manera el 2 de noviembre se equipara a
la santa Natividad del Señor, siendo como la fiesta natalicia de las
almas del purgatorio.
Si al rico tesoro de las
tres misas se añade la indulgencia plenaria toties quoties del
jubileo por los difuntos, verdaderamente que se hace patente la
generosidad de la santa Madre Iglesia para con aquellos hijos suyos que,
habiendo dejado la fase terrena, no alcanzaron todavía la gloria del
cielo y ella hace cuanto puede para abreviarles el tiempo de la
purificación.
La Santa Madre Iglesia es generosísima en Indugencias este mes de noviembre, por eso qué bueno será lucrarnos de ellas y ofrecerlas generosamente por las Almas Benditas del Purgatorio.
2 DE NOVIEMBRE - CONMEMORACIÓN DE LOS FIELES DIFUNTOS
Visitas a Iglesias u Oratorio:
Se concede indulgencia plenaria, aplicable sólo a las almas del purgatorio, a los fieles cristianos que, el día en que se celebra la Conmemoración de todos los Fieles Difuntos, visiten piadosamente una iglesia u oratorio.
Dicha indulgencia podrá ganarse o en el
día antes indicado o, con el consentimiento del Ordinario, el
domingo anterior o posterior, o en la solemnidad de Todos
los Santos.
En esta piadosa visita, se debe rezar un Padrenuestro
y Credo.
1 AL 8 DE NOVIEMBRE:
Visitas al cementerio:
Se concede indulgencia plenaria, aplicable sólo a las almas del purgatorio, a los fieles cristianos que visiten piadosamente un cementerio (aunque sea mentalmente) y que oren por los difuntos.
Para ganar
una indulgencia plenaria, además de querer evitar cualquier pecado mortal
o venial, hace falta cumplir tres condiciones:
Las tres condiciones pueden cumplirse unos días antes o
después de rezar o hacer la obra que incorpora la
indulgencia, pero es conveniente que la comunión y la oración
por las intenciones del Papa se realicen el mismo día
rezando a su intención un solo Padrenuestro y un Avemaría;
pero se concede a cada fiel la facultad de orar
con cualquier fórmula, según su piedad y devoción.
La indulgencia plenaria únicamente puede ganarse una vez al día, pero el fiel cristiano puede alcanzar indulgencia plenaria in artículo mortis, aunque el mismo día haya ganado otra indulgencia plenaria.
Que Nuestra Señora de Gracia Coronada interceda por Todos los Fieles Difuntos, especialmente por los de Membrío, y que, según el Privelgio Sabatino del Escapulario del Carmen, los libere del Purgatorio.
¡Feliz Día de Nuestra Madre!
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